jueves, 19 de diciembre de 2013

3.


Se pasó el medallón de una mano a otra, sintiendo en sus dedos desnudos el tacto frío de la cadena al escurrirse poco a poco bajo su peso. Lo levantó y lo balanceó delante de los ojos, meditando, sopesando. Después de toda su vida, todo se resumía en un objeto tan simple e insignificante como aquel.
Después de todo, había encontrado lo que siempre se había negado a creer. Una solución, un final, un descanso. Sabía que aunque se hubiese negado siempre, nunca en el fondo había abandonado la esperanza de encontrarlo, nunca había sido capaz de darse por vencido. Y menos mal que no lo había hecho.
Sabía que le quedarían marcas y cicatrices. Que esos años no se podían borrar, y la huella tampoco, pero sí que podía… No volver a empezar ni pasar página, porque atrás no había nada, si no empezar en serio, su vida propia, desde el principio, por fin. Podía empezar de cero, empezar por primera vez, empezar a hacer lo que quisiera cuando quisiera y como quisiera. Sin depender de nadie, sin ataduras ni preocupaciones. Navegar durante días enteros sin tener que preocuparse por nada.
Sonaba tan bien que parecía demasiado irreal para creerlo. Si todo lo que Isis había dicho era verdad, su libertad estaba en ese instante colgando de una cadena de latón entre sus dedos. Todo acabaría con ese medallón.
Y todo lo que tenía que hacer era romperlo.
Cerró el puño en torno a él y al momento apareció Isis, guiando su silla de ruedas hasta la mesa con un café humeante en la mano. Después paró y le dio un trago cortito con precaución de no quemarse.
―¿En qué piensas? ―interrogó a Leo, que levantó la mirada y después de unos segundos volvió a bajarla. Se pasó el medallón otra vez a la primera mano.
―En que nunca más voy a tener que volver a ponerme unos tacones. 
Le arrancó una carcajada y él sonrió al escucharla. 
―Ni vestidos.
―Ni vestidos ―coincidió ―. Ves, quizás eso sí que lo eche de menos. Son cómodos y frescos.
Bromeaba, pero en sus ojos brillaba una pequeña chispa de emoción.
―Oye Leo.
―Dime.
―¿Crees que podré andar otra vez? ―Isis bajó la voz y le dio un sorbo más lento a su café, ahora también ella con la mirada perdida.
―Claro que sí. Y correr. Y bailar.
Isis bebió en silencio hasta que se acabó la taza y la dejó sobre la mesa.
―¿Estás preparado?
―¿Lo estás tú? ―Isis asintió. Leo se levantó y se puso en frente.
―¿Sabes una cosa Leo?
―Cuando me la digas, la sabré.
―No me acuerdo de cómo era bailar.
Se rió. Como si fuese lo más gracioso del mundo. Pero se limpió los ojos rápidamente, porque al mismo tiempo había empezado a llorar.
―No me acuerdo de cómo se bailaba ―dijo con voz entrecortada.
Leo dejó caer el colgante al suelo y levantó el pie. Lo dejó suspendido en el aire un momento, encima de él. La miró en esa posición y sonrió.
―Entonces habrá que refrescarte la memoria. Ya verás como enseguida te acuerdas.
Lo último que vio Isis fue cómo le guiñaba un ojo y cómo pisaba al mismo tiempo con todas sus fuerzas el medallón, partiéndolo en miles de pedazos bajo la suela de su bota. 

martes, 17 de diciembre de 2013

2.

Isis no sabía qué hacer, había empezado a gritar un montón de cosas hasta que se había callado porque era incapaz de comprenderlo del todo y Agatha había empezado a toser muy fuerte. La fiebre subía rápido. Isis estaba muy enfadada, más enfadada que nunca. Pero su madre se iba.
― No me pidas que te perdone ―fue lo único que consiguió decir al final, acercando la silla de ruedas cuando se lo pidió con un gesto. Agatha le cogió su mano y la puso sobre su cuello, haciéndole agarrar su medallón sin fuerzas algunas. Isis tenía ganas de apartarla de un manotazo, de tirar ese collar lejos, al fin y al cabo eran mentiras. Como toda ella. Y luego tenía la poca decencia de pedirle que no mintiese cuando lo había estado haciendo toda su vida.
― Todo está aquí dentro… ―farfulló, respirando con dificultad. 
Dolía. Quemaba. El medallón contra su piel.
La mano de Agatha se escurrió hasta la cama otra vez y cerró los ojos. Hasta que tomó una bocanada de aire y no la devolvió. Isis sintió que se mareaba, se le nubló la vista un momento agarrando el collar, que ardía, y no escuchó cómo se abría la puerta y la llamaban por su nombre un millón de veces, hasta que se giró porque alguien tiró de su hombro y vio la cara de Leo y Leo se inclinó para darle un abrazo con fuerza.
Isis hundió la cara en su pecho y comenzó a sollozar.
Porque dolía. Quemaba. Y ella se había ido. Y Leo había venido. Había debido de coger el primer vuelo desde su llamada.
Aunque él no supiese que necesitaba ese abrazo mucho más que por perder a su madre. Todas esas culpas que él había sentido por el accidente ahora las tenía ella reunidas en un pequeño amuleto que seguía apretando en la mano derecha y contra el corazón de Leo.
Y dolía. Y quemaba.
― Se acabó ―le susurró al oído.
―Lo sé ―respondió él. Isis sacudió la cabeza.
― No. No. Se acabó, de verdad. Todo.
Él la separó de sí con cuidado para mirarla a los ojos.
― ¿Qué quieres decir?
― Se ha acabado Leo ―se le escapó una pequeña carcajada que se entremezcló con un sollozo y le acarició la mejilla.
Leo no estaba seguro de cómo ni de por qué pero cuando lo repitió esta vez se dio cuenta de lo que quería decir.

Y, por alguna razón sin mucho sentido, la creyó.

domingo, 15 de diciembre de 2013

1.

Agatha había criado a Isis sola. Su padre, alcohólico, ni siquiera había llegado a conocerla porque acabó con su vida antes de tener la oportunidad en un cruce cerca de Cambridge. Isis nunca la vio llorar por él y tampoco escuchó una palabra de cómo era o alguna foto que lo compensase. 

Era una mujer excéntrica, agorafóbica, encerrada siempre en una casa que había tenido el cuidado de llenar bien por dentro y por fuera de objetos raros, estatuas y palabras en el idioma arcano por si la gente no la evitaba ya lo suficiente. Una bruja. Los niños se reían al principio, cuando pasaban cerca de allí, y tiraban piedras a sus ventanas hasta que algunos perdieron la voz después de hacerlo y desde entonces todos los que conocían la zona apresuraban el paso al atravesar la calle y miraban de reojo y con recelo esa puerta redonda escondida entre las enredaderas.

Isis se había criado en ese ambiente. Una niña rarita con medias de colores chillones y el pelo mal trenzado, andando a saltitos con las manos en los bolsillos de un vestido descosido que veía como las madres alejaban a sus hijos de ella. Pero pasados los años Isis se hizo una niña lista y precavida, después de todo acabó encontrando a Jeremías y ahora estaba casado con él y con tres hijos (y la herboristería). 
Pero a cambio había tenido que alejarse de su madre y sabía bien que Agatha solo la tenía a ella. No le importaba. No había sido una buena madre y ella no podía dejar de vivir su vida para estar a su lado. Por eso hasta hacía dos meses escasos no se había enterado de su enfermedad.

La vida se le escapaba a Agatha. Rápida. Guardaba cama día tras día y solo aceptaba tomar las infusiones que le traía Isis por las tardes. Para qué va a verme un médico, ellos no pueden hacer nada que yo no sepa hacer. Simplemente ha llegado mi hora. No pongas esa cara, sabes que tengo razón de sobra. Algún día tenía que pasar.
Era mayor, pero no tanto. Isis no la creía. Cualquier intento de hacerle cambiar de opinión había sido inútil de todos modos. Cuando consiguió llevar a un experto hasta ella solo había confirmado sus peores sospechas. Se moría.

Le reprochó en todas sus visitas que se hubiese marchado de casa a los dieciséis. Le reprochó muchas cosas y aunque Isis al final tuvo ganas de irse, no lo hizo. Era su madre a fin de cuentas. Que se hubiese marchado no significaba que la odiase como ella pensaba.
― Estoy pagando por lo que te hice, niña. No puedo luchar. Las cartas lo han dicho ―le sorprendió un día sin embargo con aquello, agarrándole el borde de la falda y deteniendo así la silla de ruedas de Isis.
― A la mierda las cartas, madre ―Isis dejó la bandeja y se acercó a su lado, cogiéndole la mano. Qué frágil parecía ahora, con los destellos plateados entre el pelo que siempre había tenido negro tizón ―No has hecho…nada malo.
― No me mientas. Que esté enferma no significa que sea tonta. Se que me guardas rencor.
― ¿Qué quieres que te diga? ¿Qué destrozaste mi infancia, qué no me dejabas salir a jugar con los otros niños porque tenía que quedarme en casa ayudándote con todas esas tonterías sobrenaturales? ¿que tenía que coserme yo los rotos de un vestido y estudiarme tus libros de hechizos de memoria porque si no me encerrabas en el desván por la noche? Lo hiciste. Lo sabías. Pero no mereces estar así por eso.
― Eras diferente. No podía dejarte vivir como una niña normal, porque no lo eras.
Isis miró los ojos de su madre.
― Yo no soy como tú. No…
― Lo eres. No me mientas otra vez. ¿Qué pasa con ese libro viejo que encontraste en el desván, de lomo rojo, y que guardas desde entonces debajo de tu cama? Esos conjuros te enseñaron a hacer magia. Magia. ¿Crees que fue casualidad? ¿Crees que no sé lo que puedes hacer?
Era imposible. Sólo había probado una sola vez. Y con Leo, hacía poco, pero ya no más. No había vuelto a abrir ese libro desde entonces. Le tembló el labio inferior y soltó su mano, sintiendo cómo sus ojos se llenaban de lágrimas.
― El libro era tuyo –comprendió ―. ¿Por qué nunca me lo has dicho?
La mujer acarició la cara de su hija, que esquivó su mirada. No le daría la satisfacción de verla llorar.

― Te hice algo peor Isis. No fue mi manera de criarte. No fue tu don. 

Entonces se lo contó todo. Todo sobre ese chico joven que conoció, que no era su padre. Sobre la chica rica que se lo robó. La chica rica que le rompió el corazón al chico joven...

― Somos diferentes por algo. Tenemos un poder que ellos no tienen. Ella le destrozó la vida y necesitaba pagar por ello. Algo mío por algo suyo, lo vi justo. Estaba tan celosa...
  Se calló e Isis sintió que su garganta se había cerrado completamente. Era demasiado irreal, demasiado absurdo. Consiguió recuperar el habla, después de un largo silencio, para preguntarle lo que sabía que era lo más importante de la historia y lo que sabía que nunca habría querido conocer la respuesta. Y aún así...
― ¿Quién era ella, madre?
Los ojos de Agatha parecieron envejecer diez años de golpe. 
― ¡¿Quién era ?!―instó.
―Juliette. Juliette Harrods.
Palideció insegura de si quería escuchar el resto de la historia. Pero no pudo evitar preguntar una última cosa. 
― ¿…y él?
Sabía la respuesta. Es como si siempre la hubiese sabido en realidad. Cerró los ojos.

Harrison Woods.

Sus labios dibujaron el mismo nombre al mismo tiempo que Agatha lo decía. 
Isis dejó escapar un pequeño gemido y se cubrió la cara con las manos. El mundo entero se le empezó a desmoronar encima. Pero escuchó las palabras de Agatha antes de que pudiese cubrirse también los oídos para no seguir escuchándola.
― Leo y Vienna nacerían nueve meses más tarde.


         Tú perderías las piernas dieciocho años después. 

jueves, 8 de agosto de 2013

Cambio de planes

Melanie contempló con el ceño fruncido el desastre que se extendía a sus pies desde la puerta hasta al armario, por cada rincón de su habitación. Calcetines en la encimera, cajones abiertos con camisetas arrugadas sobresaliendo de ellos de mala manera, un sujetador sobre el espejo, vaqueros en el suelo encima de los restos de una pizza fría, las sábanas incluso hechas un nudo a los pies de la cama...
Hizo una mueca de fastidio, aquello mínimo le llevaría una hora. Golpeteó el suelo con la sandalia, impaciente, y se miró el reloj otra vez, sabiendo que era imposible ordenar aquello y llegar puntual a su cita. Siguió con los ojos la manecilla del segundero hasta que se convenció de que no iba a detenerse por arte de magia, entonces se dio por vencida y entró en la jungla con un suspiro. 

Odiaba que su madre le hiciese aquello. Ella habría sido más rápida de no ser por la alarma de su teléfono que había decidido hacer acto de presencia mientras bajaba por las escaleras como una exhalación para, con un poco de suerte, pasar inadvertida. Estaba a punto de atravesar el umbral de la puerta y lograrlo cuando la señora de la casa había interpuesto una mano en lo que la separaba a ella de la libertad en el último momento. A ningún sitio vas sin arreglar tu cuarto, jovencita.

Lo había tomado por una broma, de hecho se había reído. Luego al mirarla a la cara toda esperanza se pegó un tiro en la cabeza y ella se quejó de todas las maneras posibles, volviendo a subir los peldaños y sabiendo que nada en el mundo haría que cambiase de opinión. 

El minutero marcaba una hora y media exacta más tarde cuando guardó el último par de zapatos. El espejo, ahora libre, le devolvió una imagen un tanto patética de lo que quedaba de todo el trabajo que había hecho antes para arreglarse. El pelo despeinado, el maquillaje estropeado, una mancha por el peperoni en los bordes del vestido. Se sentía más agotada y triste que enfadada, pero ya no había nada que hacer. Rescató su vieja blackberry de debajo de la espalda tras dejarse caer sobre la cama y tecleó con rapidez una disculpa a todos sus amigos. Luego le contarían todo lo que se había perdido y ella decidiría que la próxima vez se enterraría bajo la pila de ropa sucia y se dejaría morir allí mismo. Era más rápido y más cómodo (y un poco más apestoso, también).

— Gracias por aguarme la fiesta, mamá. Te habrá alegrado el día —masculló sin que ella llegase a oírlo mientras asomaba la cabeza con el delantal puesto, después de dar un par de golpes en la puerta entreabierta. 

— Ya está la cena, cariño.

— La próxima vez me escapo por la ventana, que lo sepas.

— Vale pero ten cuidado con las hortensias. 

Se terminó levantando con un gruñido y tras calzarse los conejos que tenía por zapatillas de estar por casa, la siguió arrastrando los pies. Al menos le había preparado tortitas con chocolate, y seguro que a la tercera tortita se le pasaba un poco la cosa y se sentía mucho mejor.  Al fin y al cabo, ya no había nada que hacer.

Incluso admitió para sí que a veces quedarse en casa no era tan malo. Pero claro, eso a ella no se lo diría y regruñiría todo lo que pudiese y más mientras engullía la deliciosa cena. 

martes, 28 de mayo de 2013

Ya lo habría hecho

Se agarraba la cabeza con ambas manos, clavándose las uñas en el cuero cabelludo, cogiendo mechones de pelo y tirando de ellos como si quisiese arrancárselos enteros.

— Sal de ahí, sal de ahí, sal de ahí  repetía con los dientes apretados, balanceándose hacia adelante y hacia atrás y volviendo a clavarse las uñas hasta hacerse sangre. Tenía la cara arañada, los ojos rojizos y llorosos, la nariz hinchada . Vamos. Sal, sal, sal sal, sal...

Unas manos grandes y fuertes detuvieron las suyas cuando volvían a tirar del pelo.

— Basta, deja de hacer eso, te estás haciendo daño  el niño se revolvió y emitió unos pequeños gañidos tratando de zafarse de él con torpeza. Lloraba a intervalos, estaba medio ido y no lo miraba, como si no pudiese verlo. Empezó a sacudir la cabeza, negando, casi en una especie de convulsiones.

No, no, no, tengo que sacarla, tengo que sacarla de ahí...

Las manos lo sujetaron con más firmeza antes de que se saliese de la camiseta para poder librarse y volver a golpearse la cabeza. Su cuerpo estaba rígido, tenía los brazos encogidos sobre sí mismos como garras, despeinado y con un aspecto muy macabro.

—He dicho que ya basta. 

No aguanto más... No lo soporto  le susurrótengo que sacarla, por favor... Por favor... Ayúdame... Hazla salirel cuerpo del niño no tenía fuerzas para luchar más, así que por fin dejó de revolverse, haciéndose otra vez un ovillo en el suelo. Parecía de pronto más pequeño de lo que era. Harry le soltó los puños cuando lo creyó conveniente y él volvió a llevárselos a la cabeza, pero esta vez los mantuvo así, sobre la frente, presionando las sienes y temblando.

Ayúdame  sollozó otra vez en una especie de hipido. Era una súplica. No levantó la cabeza, y Harry esperó a contestar hasta que poco a poco fue sustituyendo los temblores por frío y las lágrimas por aire.

— No puedo, Leo.

domingo, 26 de mayo de 2013

Tick

Tack tick tack tick tack tick tack tick tack tick...

Las pupilas seguían el péndulo oscilante del reloj de un lado a otro. Era acompasado. Hipnótico. 
Exasperante. Te robaba la vida poco a poco. Demasiado simétrico, demasiado perfecto. Tick. Y luego tack. Quería que parase pero no paraba. Quería dejar de mirarlo pero no podía. Por un momento los latidos  del corazón se habían unido a la frecuencia como por cuestión de empatía. 
Un sudor frío le cubrió la frente y empezó a gotear por las sienes, arrancándole algunos escalofríos cuando notaba el camino que se abrían paso por su mandíbula. Pero estaba paralizado. No era capaz de hacer otra cosa que no fuese seguir el compás del reloj con la mirada. 
La vista se le empezaba a cansar. Los párpados pesaban. La mente se le apagaba, se estaba quedando dormido. Tick, tack, tick tack. Cada vez lo oía más lejos. Repitiéndose una y otra vez. Empezaba a emborronarse la imagen. El péndulo seguía moviéndose. Derecha, izquierda, derecha, izquierda
Qué sueño. Pestañeó, esforzándose por no cerrar los ojos. El reloj empezó a moverse también. Ondulante. Se perdió en ese movimiento, que parecía fluir. Su cuerpo perdió las últimas fuerzas con él. Se quedó dormido. 

Tick, tack,
                                     silencio.

miércoles, 8 de mayo de 2013

Bless [you]

— No vamos a llamar al veterinario, tienes que entender que el animal está sufriendo, apenas le quedan unos minutos de vida. Es mejor dejarla tranquila. Leo.

El chico estaba acuclillado frente al potro, que lo miraba con los ojos contraídos de horror y respirando pesadamente. Él le devolvía una mirada serena, tratando de decirle que no se iba a alejar de su lado, con una mano sobre el lomo lleno de heridas. 

— Leo, déjalo. Se va a morir. Es inútil. 

No. Tiene que haber alguna forma —se le quebró un poco la voz porque estaba intentando no llorar. El equino estaba enredado en un montón de alambres, obligado a estar medio tumbado, haciéndoles llagas por toda la piel. Parecía imposible sacarlo de ahí, pero se negaba a creerlo.

— Déjalo y vete a casa ¿entendido?, es tarde

Harry se dio la vuelta separando la mano de su hombro y se volvió a la cabaña, el cielo parecía estar a punto de comenzar a llover. No lo esperó porque supuso que pronto se cansaría y volvería a casa cuando viese que no podía hacer nada. Era un chaval. Tenía que aprender muchas cosas todavía.

Pero Leo se quedó allí, de rodillas, desenlazando con cuidado los alambres que atrapaban sus patas. También se abrió heridas estirando, pero después de pincharse una y otra vez no desistió. El animal se puso nervioso en varias ocasiones y tensó aún más los cables. Leo no se dio por vencido. Lo acariciaba, le hablaba, y seguía deshaciendo todo el embrollo. Pasó un montón de tiempo y se negó a aceptarlo incluso en ocasiones en las que el animal apoyaba la cabeza en el suelo exhausto, al límite de sus fuerzas, y él se detenía unos segundos rugiendo muy frustrado con algún nudo. 

Vamos pequeña, aguanta un poco más, ya casi está -le caía sangre ahora por la muñeca y goteaba al suelo, ya no sabía si era suya o de la yegua pero ahora temblaba, perdiendo el pulso. Una lluvia fina empezó a caer sobre ellos cuando deshizo el último nudo y el animal quedó liberado.

Ni siquiera se dio cuenta, ya no podía más, hacía rato que no se movía. 

Leo se levantó del barro y empujó al animal para que se irguiese un poco, y medio a rastras medio sujetándolo fue capaz de empezar a caminar con él. Habían llegado muy lejos para rendirse ahora y las cuadras no quedaban a gran distancia, tenía una cabaña vacía al lado que podría servirle como refugio para pasar la noche. Así que lo llevó hasta allí y la tumbó sobre la paja, despegándose el flequillo húmedo de la frente.

— Espérame, no voy a tardar.


Echó a correr con un último vistazo hasta la parte trasera de los establos y llenó un saco con todo el estante de botiquines que tenían y el abrigo de Harry. Una vez con todas las provisiones regresó junto al potro, que respiraba un poco más despacio. 

Con cuidado acarició su cuello y empezó a limpiarle las heridas con agua oxigenada y esparadrapos. Fue amontonando los que usaba y se quedaban sucios a un lado. El animal dejó que lo hiciese, como si supiese bien que no le iba a hacer daño, que lo estaba curando, aunque de vez en cuando profería algún relincho ahogado. Sus ollares estaban muy dilatados. 
Tenía algunas heridas muy feas, profundas, en las patas, el pelaje y toda la cara. Algunas sangraban tanto que las limpió por encima y enseguida les puso un vendaje. Y los vendajes los tenía que cambiar cada cierto tiempo porque se empapaban enseguida.

Se pasó el resto de la noche a su lado, luchando contra el sueño y el cansancio, cuidándola. Todavía vivía cuando amaneció y el chico de dieciséis años se despertó tumbado junto a ella, con todo el cuerpo entumecido.  

Tu madre dice que no has dormido en casa la voz a sus espaldas hizo que se sobresaltara. Harry estaba apoyado sobre el poste fumando pausadamente de su pipa mientras miraba la yegua —. Le daremos una oportunidad. Tú te encargarás de ella ¿está claro?

Leo asintió y la yegua trató de incorporarse un momento, como si lo hubiese entendido. Sonrió y le acarició bajo el morro haciendo que ella le golpeara amistosamente en la barriga.

¿Has oído eso?  le susurró cerca de la oreja  vas a ponerte bien, eres una chica valiente  pasó los dedos por la poca crin que tenía y volvió a revisar todas las vendas. La fiebre le había bajado, que no era poco. Lo habían conseguido, aunque aún les quedaba mucho trabajo hasta que se recuperase del todo.

 — Eres una chica muy valiente. 

"¿... y cómo te voy a llamar?" pensó, después, y estornudó dos veces.