Se pasó el medallón de una mano a otra, sintiendo en sus dedos desnudos el tacto frío de la cadena al escurrirse poco a poco bajo su peso. Lo levantó y lo balanceó delante de los ojos, meditando, sopesando. Después de toda su vida, todo se resumía en un objeto tan simple e insignificante como aquel.
Después
de todo, había encontrado lo que siempre se había negado a creer. Una solución,
un final, un descanso. Sabía que aunque se hubiese negado siempre, nunca en el
fondo había abandonado la esperanza de encontrarlo, nunca había sido capaz de
darse por vencido. Y menos mal que no lo había hecho.
Sabía
que le quedarían marcas y cicatrices. Que esos años no se podían borrar, y la
huella tampoco, pero sí que podía… No volver a empezar ni pasar página, porque
atrás no había nada, si no empezar en serio, su vida propia, desde el principio,
por fin. Podía empezar de cero, empezar por primera vez, empezar a hacer lo que
quisiera cuando quisiera y como quisiera. Sin depender de nadie, sin ataduras
ni preocupaciones. Navegar durante días enteros sin tener que preocuparse por
nada.
Sonaba
tan bien que parecía demasiado irreal para creerlo. Si todo lo que Isis había
dicho era verdad, su libertad estaba en ese instante colgando de una cadena de
latón entre sus dedos. Todo acabaría con ese medallón.
Y
todo lo que tenía que hacer era romperlo.
Cerró
el puño en torno a él y al momento apareció Isis, guiando su silla de ruedas
hasta la mesa con un café humeante en la mano. Después paró y le dio un trago cortito con precaución de no quemarse.
―¿En
qué piensas? ―interrogó a Leo, que levantó la mirada y después de unos segundos
volvió a bajarla. Se pasó el medallón otra vez a la primera mano.
―En
que nunca más voy a tener que volver a ponerme unos tacones.
Le
arrancó una carcajada y él sonrió al escucharla.
―Ni
vestidos.
―Ni
vestidos ―coincidió ―. Ves, quizás eso sí que lo eche de menos. Son cómodos y
frescos.
Bromeaba,
pero en sus ojos brillaba una pequeña chispa de emoción.
―Oye
Leo.
―Dime.
―¿Crees
que podré andar otra vez? ―Isis bajó la voz y le dio un sorbo más lento a su
café, ahora también ella con la mirada perdida.
―Claro
que sí. Y correr. Y bailar.
Isis
bebió en silencio hasta que se acabó la taza y la dejó sobre la mesa.
―¿Estás
preparado?
―¿Lo
estás tú? ―Isis asintió. Leo se levantó y se puso en frente.
―¿Sabes
una cosa Leo?
―Cuando
me la digas, la sabré.
―No
me acuerdo de cómo era bailar.
Se
rió. Como si fuese lo más gracioso del mundo. Pero se limpió los ojos
rápidamente, porque al mismo tiempo había empezado a llorar.
―No
me acuerdo de cómo se bailaba ―dijo con voz entrecortada.
Leo
dejó caer el colgante al suelo y levantó el pie. Lo dejó suspendido en el aire
un momento, encima de él. La miró en esa posición y sonrió.
―Entonces
habrá que refrescarte la memoria. Ya verás como enseguida te acuerdas.
Lo
último que vio Isis fue cómo le guiñaba un ojo y cómo pisaba al mismo tiempo
con todas sus fuerzas el medallón, partiéndolo en miles de pedazos bajo la suela de su bota.