«Nació con el don de la risa y con la intuición de que el mundo estaba loco.
Y ese fue todo su patrimonio» —Scaramouche.
Es séptima hora y ya no puedo más. Quiero salir de
allí como sea, tengo hambre y una mala sensación por todo el cuerpo, angustia.
Así que ni siquiera espero a mis compañeras cuando el timbre rompe la
monotonía.
En casa me cierro la puerta aunque esté sola y me
tiro a la cama agarrándome a un almohadón y hundiendo el rostro en él. Quiero
llorar tanto que no tengo lágrimas suficientes.
No levanto la cabeza porque sé que está a mi lado,
sentiría su presencia desde cualquier lugar del mundo. Es lo que pasa cuando
algo forma parte de ti, supongo. Pero esta vez no se a que ha venido,
seguramente a empeorarlo todo.
—No deberías sentirte así, no puedes hacer más, no
es un fracaso del que tengas remedio.
—Creo que nunca te lo han dicho, Leo, pero no vales
nada como consuelo.
Entonces se
ríe, con su risa suave (que hace parecer que reír es fácil) y por eso termino
mirándolo a través de la maraña de pelos que tengo en la cara. Él me aparta con
cuidado unos mechones y me pone una sonrisa inocente.
—Sabes que no soy real ¿verdad? — susurra, casi hasta
con pena y yo me rompo por dentro un poquito más. Lo miro a las pupilas y me veo
reflejada.
Duele suficiente para que empiece a llorar.
—A veces cuesta creerlo — respondo yo con el hilo de
voz que me queda antes de que también se rompa mi voz.